El poder de la alabanza

Todos tenemos días blancos y días negros, ¿verdad? Últimamente, en mi caso, son días de extremos totalmente. Blanco impoluto y negro profundo. Y hoy pensaba… ¿cómo hacer para que sobreabunde el blanco?

Está claro que la única solución es dejar pasar la luz. Sí.

Pero… ay, amigo, ¡es que hay tantas formas de hacerlo y no siempre eficaces!

Y seguía dándole vueltas.

Hay momentos en los que la rutina te arrastra tanto, que, por mucho que te levantes de cara a Dios, la vorágine de las horas te exprime hasta los salmos de la mañana.

Hace un tiempo, en plena recta final de mi tesis doctoral, fuimos a Jerez de la Frontera a ver a las Hermanas de Belén. Gracias a ese viaje descubrí El poder de la alabanza (de Merlín R. Carothers). Un libro que nos recomendó una Hermana, gran amiga de mi marido y de la familia. Pero no descubrí solo un libro. El poder de la alabanza es una realidad hecha carne en la Cartuja. Lugar al que, por cierto, por muy lejos que esté de nuestra casa, siempre ansiamos volver en cuanto ponemos un pie fuera.

El poder de la alabanza, de Merlin R. Corothers

El poder de la alabanza. En la Cartuja de Jerez y en tantos otros lugares y tantísimos hogares del mundo.

Pero, ¿qué es?

Sí, es dar gracias. Por todo. Por lo bueno y lo menos bueno. Por hoy, por ayer. Por todos.

No es magia. Ni un deber preceptísimo cristiano.

Yo lo definiría como el deporte del alma. Alabar (¡cantando también!) mi realidad de hoy y mi historia. Lo que no entiendo. Lo que me hace llorar. ¡Y lo que me llena de alegría!

Gracias a este descubrimiento, acabé la tesis doctoral más o menos cuerda, mentalmente hablando.

Dar gracias. Todos los días. Solo eso. Ni peticiones extra ni esto ni lo otro. Alabarle a Él. Solamente. Porque el mayor sinsentido que pueda llegar a vivir será siempre su mayor regalo.

Sí, suena a simple y quizás a tópico.

Mira cuantas cosas tienes por las que dar gracias”, “Siempre hay gente peor que tú”, “Ves, a vosotros os falta espacio en casa pero al menos tenéis ascensor y parking”…

No. No se trata de dar gracias por resignación o porque soy muy bueno, o por cortesía para con nuestro Padre.

Dar gracias”. Dos palabras que tienen el poder de llevarme del egoísmo al corazón más feliz del mundo.

Levantar la mirada. Que no siempre es fácil. Y observar.

Empiezas dando gracias por tu marido y por tus hijos. Sí, de forma genérica. A veces no da mucho más de sí la cosa.

Y acabas dando gracias por ese día 10 de noviembre de 2009. Por ese riesgo alto de crosomopatía. Por la dichosa tesis doctoral. Por la muerte de tu abuelo. Por ese nódulo. Por ese «Sí» en la otra punta del mundo. Por los horribles embarazos. Por Boston. Y Roma. Por ese mayo de 2009 lejos de casa. Por ese «Sí» ante el precipicio. Por la post confirmación. Por la Navidad de 2011. Por el mismísimo covid-19.

 

Alabar es el deporte del alma. Alabar mi realidad de hoy y mi historia.

Detrás de cada una de estas frases hay una larga historia. Hechos concretos que han grabado en mi corazón certezas absolutas de que el Cielo existe. Mañana, pero también hoy. Aquí y ahora.

El poder de la alabanza. Su poder de cogerme fuerte por mi lado más débil, levantarme, abrirme los ojos. Y lograr dar gracias de corazón.

Gracias. La palabra sincera que con su ejercicio constante tiene el simple poder de pulir las (tantas) imperfecciones de mi áspero corazón. Haciendo brillar esos tesoros que llevo en vasos de barro: las certezas absolutas de su amor sin rodeos. Con nombre y apellidos. Con todos mis cabellos contados. Que son demasiados, por cierto.

Hoy no dejaba de pensar sobre las (tantas) certezas que me rodean por todos lados. De vida. Caos. Alegrías.

Hoy te doy gracias por esta locura exponencial. La de mi casa. Pero especialmente la de tantos hogares. Cercanos a mí. Y los desconocidos.

Porque sí, el blanco necesita luz. La Suya, la que nunca se apaga.

 

El blanco necesita luz. La Suya, la que nunca se apaga.

Pero ojalá no olvide nunca que el blanco es la presencia de todos los colores. De mis certezas. Y de las tuyas. Y las de ellos. Todos. El blanco de la alegría. El de la sonrisa de Dios cuando nos mira a cada uno de nosotros.

Porque solo Él sabe lo que llevamos cada uno tatuado en las palmas de nuestras manos.

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