Eran las nueve de la mañana del tres de octubre de 2018 en la calle Ana de Austria del barrio madrileño de Sanchinarro. Como es habitual, varios coches en doble fila, otros saliendo y los que llegan aprovechan los huecos. Todos nos movemos de modo automático, damos los buenos días y se percibe un típico vaivén cotidiano con el que a ritmo vertiginoso dejamos y damos a nuestros hijos en la escuela infantil. Esa mañana, desapercibido, un padre olvida dar a su pequeña, la deja en el coche y marcha a su trabajo.
A las 16:30 la escena no corresponde con la cadencia típica de la hora. No se veía el pausado trasiego de niños con sus padres, ni gestos alegres tras la jornada. En su lugar coches de policía, protección civil y varias ambulancias, además de una Uvi móvil. Todo envuelto en un plomizo silencio. En las pupilas emoción contenida, preocupación y lloros. ¿Qué ha pasado? -pregunté. Y las profesoras, rotas, no podían articular palabra. Vuelvo a preguntar: ¿Qué ha pasado? Finalmente, una de ellas viendo mi angustia me dijo: Tranquila, tu hijo está bien. Pero la noticia era impactante: una niña de la escuela, olvidada por su padre en el coche, había fallecido.
Cuatro de octubre a las nueve de la mañana como siempre, pero hoy todo es diferente. Los semblantes de los padres que llevan a sus hijos se dirigen al suelo, las entradas y salidas parecen ejecutadas como a cámara lenta y con una consciencia mucho mayor. La prensa está en la puerta. Hoy dejar y dar al niño ha sido muy duro. El recuerdo de ese padre y de esa niña al que hoy no hemos podido dar los buenos días y los comentarios que se están vertiendo en redes sociales ha suscitado en mí varias reflexiones que me gustaría compartir.
La primera, la dignidad de la vida humana, el valor inmenso de la pequeña Marta que hoy no se puede medir desde criterios utilitaristas tan queridos por nuestro modelo social. El valor de la vida humana más débil y dependiente se atisba al ver el dolor tan grande ante el horror de su pérdida. No tenemos nada más valioso y frágil que nuestros hijos. Son un don inmenso, a pesar de que a veces parecen más una carga ante el ritmo vital y las exigencias productivas de la sociedad. Nuestros hijos son un regalo que debemos custodiar sabiendo que ciertamente somos débiles, falibles y limitados.
Nuestros hijos son un regalo que debemos custodiar sabiendo que ciertamente somos débiles, falibles y limitados.
La segunda reflexión está conectada a la anterior ¿cómo podemos cuestionarnos el carnet de padres de nadie? ¿Desde qué pedestal se puede verter comentarios en las redes como “tener hijos no te convierte en padre, de la misma manera que tener un piano no te convierte en pianista”? ¿Cómo se puede olvidar una niña en el coche? -me preguntaban ayer personalmente y se repite en las redes sociales. Pues claro que se puede, es perfectamente factible. Este hecho y otros, no tan lejanos en el tiempo, nos demuestran que le puede pasar a cualquiera. Según fuentes policiales oficiosas estaríamos hablando de un caso mensual en Madrid con intervención de los cuerpos y fuerzas de seguridad. Ante tanto juicio y perfección ajena, yo recuerdo que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. La libertad, la falibilidad, la responsabilidad conforman lo específicamente humano. El error, el fallo, la distracción se da en todos los ámbitos de la vida humana, tanto en el personal como el laboral o social.
La libertad, la falibilidad, la responsabilidad conforman lo específicamente humano.
El sufrimiento, en efecto, es una prueba a la que estamos sometidos como criaturas que somos y no dioses. A veces, la prueba es durísima como en esta ocasión. La vida humana es paradójica y llena de contrastes: unas veces llena de fortaleza y otras, de debilidades. Pero como dijo Juan Pablo II en Salvifici doloris el dolor y el sufrimiento es vencido con el amor. ¿Cómo no solidarizarse con el dolor de esos padres? La opinión pública y la prensa debe tomar conciencia de que los fallos humanos son posibles y que ese padre, por supuesto, erró pero que amaba más a su hija que cualquier administración pública más o menos bienintencionada. El Amor y el amor a su hija curará ese inmenso dolor. Ojalá esos padres puedan decir algún día como San Pablo en lª carta a los Filipenses «Todo lo puedo en aquél que me conforta». Y se queden consolados porque Dios “dio” a su Hijo unigénito, y ese poder salvífico del que nos habla el magisterio de Juan Pablo II hoy pueda hacer nuevas todas las cosas. Y ese padre que ayer cometió un error, hoy, tome a Marta en sus brazos y se la dé y deje a su Padre en la guardería del cielo. Este es el amor hacia el hombre, el amor por el mundo que hoy más que nunca hay que recordar: el amor salvífico.
Ana Sánchez-Sierra
Doctora en Humanidades y madre de 7 hijos. En la actualidad enseño a universitarios la enseñanza social de la Iglesia.
3 comments
Increíble análisis cargado de razón.
Te has ido demasiado pronto, eres un ángel más en el cielo, allí estarás con más niñ@s, disfruta todo lo que en este mundo te fue robado!!!
Con mucho cariño angel mío!!!!
👼😘😘
Me cuesta leerlo sin que se me salten las lágrimas. Porque vivo al lado de donde sucedió todo. Y porque, desde el primer momento, sólo pienso: esa podía haber sido yo… ¡tantas veces me podía haber pasado! Sólo puedo rezar por ellos. Y pedir a Dios que, en mis carencias que son muchas, él esté presente.