Ruido traspasa las ventanas cerradas del salón. Como si fueran de papel, el ensordecedor sonido de las grúas construyendo el último bloque de pisos de lujo se cuela hasta la más lejana habitación. El tráfico incesante de coches, el traqueteo de los trenes, la sirena de la ambulancia, el camión de la basura a las doce de la noche, el murmullo de los viandantes, los juicios al oído y los insultos a voz en grito. Ruido.
Ruido hay fuera, pero hay más dentro. Los electrodomésticos han inundado hasta tal punto la casa que se nos ha convertido en una especie de caja de resonancia. El centrifugado de la lavadora, la Thermomix® triturando el puré de verduras, la Roomba® paseándose por la casa, la campana extractora a todo gas, la secadora a punto de terminar, el horno que avisa de que el bizcocho ya está hecho y el Ángelus de la Cope que intenta abrirse hueco entre pitidos y zumbidos.
Ruido es lo que ven los ojos cuando tropiezan con cosas, múltiples cosas, por cada rincón del hogar: esa ropa siempre pendiente de ser lavada o doblada o planchada o remendada o colocada, esos objetos sin sitio asignado que se han acomodado en la mesa del salón, los juguetes repartidos detrás de cada puerta… Ruido. Ruido de peleas entre hermanos, de «Mamá, ¿me ayudas?», de lloros de bebé a las cinco de la madrugada, de risas descontroladas, de carreras por el pasillo, del telefonillo que suena, del mensajero que sube, de la teleoperadora que vende su nueva oferta, de faltas de paciencia, de historias de colegio y de trabajo… y de la alarma del edificio que vuelve a saltar.
Ruido hay en la casa, pero hay mucho más dentro, más adentro todavía. Ruido hay en los pensamientos, en la larga lista de tareas, en esa cabeza distraída mientras una hija pequeña balbucea una historia ininteligible, en el quehacer diario y atolondrado, en las llamadas pendientes, en el «¿has cogido la mochila?», «ponte los zapatos», «tu camiseta está en la secadora», «espera, ahora no puedo que tu hermano se ha caído»… Ruido es ese que hay ahí dentro y no deja ni pensar, ni escuchar y, aún peor, a veces ni mirar.
Ruido hay hasta en la oración. Ese ruido ensordecedor que sale de dentro y no deja oír esa voz en el desierto que el alma tanto anhela. En ello pienso mientras el bebé duerme, los mayores están en el colegio, los electrodomésticos permanecen callados, no hay llamadas ni tampoco interrupciones… Solo yo frente al salterio, con mis pensamientos revoloteando y con la grúa pitando al otro lado de mi ventana de papel.
4 comments
Y el omnipresente ruido de las pantallas…
Cierto. ¡Cómo olvidarlo!…
Muy inspirador!! Buena reflexión 😉
Si supiese luchar yo contra el ruido de mi cabeza. Ese es el peor para mí, el mío propio. Gracias, Isis