No descubro nada si les digo que el universo digital, en cualquiera de sus multiformes tentáculos, sabe mil veces mejor que yo misma quién soy, dónde he estado esta mañana, qué he hecho, dónde acabo de comer, en qué supermercado he comprado los pañales, cuánto me he gastado al mes en fármacos, adónde me gustaría irme de vacaciones, en qué bar me he tomado un café («ha pasado usted aquí más de quince minutos», deduce el sagaz Google Activity), adónde envío flores cada 14 de mayo, a qué hora me levanto los jueves, a qué dirección me envían un taxi («¿está usted seguro?», pregunta educadamente Mytaxi cuando me he equivocado en un número que difiere de la implacable geolocalización) o por qué inquietante motivo que no alcanzo a recordar una tarde tecleé «gif negro tira agua» en el buscador del móvil.
«Si la App es gratis, el producto eres tú», reza la máxima de estos tiempos. Ahí están Facebook y su Cambridge Analytica, empresa que busca (y sospecho que logra) cambiar nuestro comportamiento basándose en el análisis de todos los jugosos datos privados que le hemos ido regalando a Zuckerberg con nuestros likes. Ordenadores, tablets y móviles lacayos del Big Brother (ahora ya es el Big Data) convertidos en pequeños espías domésticos; lobos con piel de vídeo de gatitos, reclamos publicitarios no solicitados amos de un albedrío que ya ni es ni libre ni es albedrío. Somos los alienados, los anestesiados, adictos y por tanto fácilmente manipulables, o lo que es peor, los voluntariamente entregados a una esclava existencia multiplataforma convenientemente alimentada desde la cuna para poder atender toda una infinidad de necesidades creadas. Códigos enviados al móvil para poder comprar una tablet por Internet, desesperados controles parentales para criaturas tecnológicamente precoces que llegan con un móvil bajo el brazo, conversaciones telefónicas grabadas «por nuestra seguridad», solícitas ventajas para exprimirnos el alma, algoritmos que se anticipan a nuestras propias decisiones. «Whatsapp y Google no sólo saben quién tiene una aventura, sino que pueden anticipar quién la va a tener», aseguran los gurús. Frases como «Si no lo compartes en la Red es como si no lo hubieras vivido” que nos hablan de un futuro de personas-producto donde la privacidad nos dará absolutamente igual y donde la compraventa de datos será lo habitual. Un mundo en el que seguiremos pensando que somos libres por el hecho de poder sacar rentabilidad de nosotros mismos.
Pero no acaba aquí el espejismo. Si la libertad se diluye en el mundo digital, lo hace también en el analógico. Trabajando en silencio, mientras nos consumimos anhelando su Caramelo de la Felicidad, se encuentran los grandes organismos mundiales y gobiernos cuyas leyes y silenciosas directrices de consecuencias funestas están transformando la sociedad de forma inexorable. Así, en cosa de unos pocos años nos hemos encontrado sometidos a la hiperventilada corrección política y lingüística, a la intrusión del Estado en el derecho fundamental de los padres a educar a sus hijos, a la ocurrente ideología de género, a la impotencia de vivir en lugares donde la Justicia -qué sarcasmo- retira a los padres la patria potestad (ese era el botín, y no otro) sobre la vida de sus hijos enfermos y se la concede a unos señores que, en aras de un presunto «mejor interés del paciente», deciden que esa vida no es digna de ser vivida y precipitan su muerte. Nuestra existencia se ve amenazada cada vez antes por considerarse inútil, incómoda, no rentable para el sistema y, por tanto, innecesaria. Nos estremece la certeza de que ya no somos más que la enfermedad que tenemos. Potestades, voluntades, instituciones, hábitos y vidas vampirizadas, morales devaluadas, verdades relativizadas, hijos arrebatados, desprotegidos, manipulados, engañados y reducidos a cenizas mientras bailamos el danzón alrededor de la hoguera.
¿Entonces? ¿No queda ya lugar para la libertad en nuestro castigado primer mundo? Me niego al derrotismo. La libertad, la auténtica libertad del hombre, la inalienable, la más profunda libertad, esa que nadie puede arrebatarle a un ser humano aun cuando parece que todo está perdido, esa libertad existe. La pregunta es: ¿dónde?
Hay un libro, un texto demoledor y sin embargo glorioso, que debería ser de obligatorio reparto en todas las colas de la feria del Libro, especialmente en las que dan dos vueltas a la caseta. El libro se llama El hombre en busca de sentido y lo escribió Viktor Frankl, un psiquiatra austríaco, judío, superviviente de los campos de exterminio nazi. Y dice lo siguiente: «Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas -la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias- para decidir su propio camino». Es decir, que por muy adversas que sean las circunstancias -y las suyas, es obvio, eran bastante desmoralizadoras-, cada hombre puede dar sentido a su existencia, reconocerse como un ser libre y capaz de escoger cómo, con qué última, íntima o espiritual actitud puede responder ante un hecho, una decisión o afrontar toda una vida.
«Sea lo que sea -escribía Frankl- lo que le hayan quitado en su llegada al campo de concentración, hasta el último suspiro nadie le puede quitar la libertad de enfrentarse de una u otra manera a su destino. Y siempre hay una u otra manera».
Démosle, por tanto, Sentido a nuestra resistencia.
(A Alfie Evans, Charlie Gard e Isaiah Haastrup, in memoriam)
6 comments
Genial como siempre. No hay derrota, siempre tendremos la libertad, la de verdad…
Cabría preguntarse ahora si, en un futuro distópico,hasta esa nos pudieran quitar, convirtiéndonos en una suerte de zombies a través de drogas o manipulaciones biotecnológicas. Pero creo que incluso ahí podríamos ejercerla en nuestro último segundo como seres humanos. Gracias, Mar, por seguirnos y comentar!
Es importante que haya libertad para los padres, pero también el Estado debe garantizar unos mínimos en 2 cosas muy importantes: Educación y Sanidad. Últimamente hay mucha desinformación, lo que deriva en sectas que, por ejemplo, se niegan a vacunar a sus hijos, a llevarles al médico, o incluso se niegan a llevarles a la Escuela porque ya se encargan ellos, enseñándoles a saber qué. El Estado no puede quedarse de brazos cruzados en esos casos, por muy buena intención que tengan los padres.
Por supuesto, Natalia. Todo lo que sea proteger la vida de un ser humano, ha de ser siempre bienvenido. Gracias por leer y comentar! Un saludo.
Me ha encantado tu post de hoy. En este momento en el que tan difícil es ser crítico y libre en el pensamiento y en la acción, en el que la corrección política y lingüística se impone hasta el punto del aislamiento social del disidente, reivindicar la libertad individual es un acto de rebeldía y más necesario que nunca. Gracias!
Muchas gracias, me ha encantado como nos adentras en la realidad actual sin caer en la desesperanza, de nuevo gracias!