Enmudece la plaza. Con el eco de la última campanada de la medianoche resonando aún en la lejanía, como en una señal acordada, se apagan de pronto las luces de la vieja ciudad amurallada y un murmullo pidiendo silencio recorre la abigarrada multitud que se concentra alrededor de la concatedral. La puerta de la fachada principal se abre y salen cuatro cofrades con el hábito benedictino –negro y cíngulo blanco, la capucha cubriendo la cara– dos de ellos con hachones encendidos. El muñidor toca una gruesa esquila, dos veces. Vuelve a tocarla. Otra vez. La esquila se hace letanía, la multitud se aparta y abre paso, mientras la comitiva se acerca a la puerta lateral del sobrio e imponente edificio medieval. El silencio se corta con un cuchillo.
– ¡Que salga la Hermandad del Cristo Negro! ¡Dios lo quiere así!
Los tres aldabonazos rompen la noche y resuenan como una llamada imperiosa que removiera cielo y tierra. Suena de nuevo la esquila. Y de pronto, dentro de la catedral, un sordo golpe de timbal destemplado contesta a la llamada; retumba en la nervadura, sube hasta las bóvedas, remueve las piedras, se extiende por el enlosado y encoge el corazón de todos los congregados en la plaza.
El portón medieval inmenso se abre. La multitud contiene el aliento. Pregunta de nuevo la esquila y contesta de nuevo el timbal. No cesarán el diálogo hasta que termine la procesión, horas más tarde, cuando la madrugada del Miércoles Santo sea solo humo de incienso y la luna llena –que ha salido solo para poder ver este prodigio– se oculte tras las murallas de los adarves.
Asoma la Cruz de Guía, y tras ella, en estricto voto de silencio y obediencia, salen, con hachones encendidos en la mano, los 59 hermanos de la Cofradía acompañando a la misteriosa, única, singular, poderosa, serena y bellísima talla del Santo Crucifijo de Santa María: el Cristo Negro, Señor de Leyendas y Señor de esta ciudad.
Suena una saeta, el alma se desgarra en un lamento. El cortejo fúnebre se pierde, cuesta arriba, en el corazón la ciudad amurallada, pero la esquila, el timbal, los hachones, los hábitos, el incienso y el rostro doliente y sereno del Cristo Negro me acompañan y me habitan aún en esta mañana de Jueves Santo.
España, en su Semana Santa, es tan rica en emociones que uno no puede conformarse con vivirla de una sola manera. Del silencio sobrecogedor en la ciudad de Cáceres, a la explosión festiva de la salida de la Esperanza de Triana en la calle Pureza, todo es belleza. Del recogimiento del monasterio a las bullas, de la sobriedad castellana o la hondura de una Semana Santa marinera al brillo de un paso de palio y el dolor del costalero, de la pequeña imagen de pueblo a la grandiosa talla de la urbe, todo vale cuando sirve para mirar cara a cara al misterio de Quien quiso entregarse totalmente por amor a los suyos. No es el trozo de madera lo que se venera, sino el rostro de Aquél a quien remite. Como quien contempla la foto de su Madre, o de su Padre, en la esperanza de reunirse un día con ellos.
Desde la hermosa y nunca suficientemente admirada ciudad de Cáceres, Patrimonio de la Humanidad, ¡feliz Semana Santa y feliz Pascua de Resurrección a tod@s!
2 comments
Preciosa descripción de la bella Semana Santa de Cáceres.
Muchas gracias, Amelia! Es una ciudad que conquista. Y su Semana Santa es de una belleza única.