El pueblo tiene sus reglas no escritas. Esas que se repiten año tras año, verano tras verano, y que nos encienden la memoria de infancias pasadas, inocencia olvidada y noches bajo la luz de un manto estrellado.
El pueblo es ese lugar impertérrito decorado con grafitis de los quintos de hace dos décadas, donde conviven los nuevos chalets con corrales abandonados, y donde los coches se apelmazan por las estrechas callejas en los frecuentados fines de semana de los meses estivales.
El pueblo es ese reducto donde las raíces familiares se hacen profundas, donde descubres tíos-abuelos o primos lejanos en quienes creías desconocidos, y donde parece que llevas estampado el árbol genealógico como un sello en la frente: “Tú eres de la tía Eugenia, ¿verdad?”, “esos ojos son los de la Milagros”…
El pueblo es allí donde bicicletas y coches conviven en tranquila armonía, mucho antes incluso de que en las grandes ciudades inventaran aquello de las vías ciclistas. Es el lugar donde los señores aguardan sentados a la sombra de algún árbol a que sea la hora de la comida, donde el saludo se dispensa de forma universal a los viandantes, y donde es posible aparcar a discreción siempre y cuando no tapes la puerta de la vecina.
El pueblo es donde las campanas siguen repicando tres veces antes de comenzar la misa y donde los aldeanos preguntan “¿por quién doblan?” cuando “tocan a muerto”. Es allí donde los avisos de utilidad pública se dan de buena mañana desde la megafonía del ayuntamiento y tras tocar esa célebre jota que aniquila cualquier esperanzada de seguir durmiendo. Es el chismorreo y, sobre todo, es el qué dirán.
El pueblo es beber agua fresca del caño, recoger moras en verano (y olivas en invierno), pasear por la cañada al atardecer, jugar a la petanca, tomar los botijos (de cerveza) casi helados en el bar de la plaza y salir a la fresca con la silla plegable al anochecer. Es buscar ranas en el estanque, saludar al pastor que vuelve con el rebaño cada tarde, ver pasar un par de caballos a través de la ventana de abajo y el incombustible corro de moscas en el centro del salón. Es el mercadillo de los miércoles, la camioneta de melones recorriendo las calles y el olor a huerto encerrado en una bolsa de verduras que algún adorable paisano te trae hasta casa.
Pero el pueblo también era que tu abuela te mandara con el cazo a por la leche fresca que luego ella hervía para el desayuno. Era salir temprano con el abuelo para ir a dar de comer a las gallinas en el corralón. Era tostarse al sol recorriendo en bicicleta cada calle, cada cuesta, cada recóndito rincón. Era ir a buscar a los amigos a la puerta de casa y contestar rutinariamente al emblemático “¿tú de quién eres?”. Era la vida en la peña y Paquito el Chocolatero en fiestas. Era contemplar las Perseidas por San Lorenzo desde la terraza y calentarse en las brasas bajo las faldas de la mesa camilla cuando llegaba el frío helador.
El pueblo era esa tarde aburrida y eterna de visitas a toda la parentela de la mano de mamá. Era el puré con grumos, las sopas de leche y las tazas traslúcidas de color marrón (o verde botella). Era subirse a las agujas de piedra que antaño usaban en los encierros y desempolvar baúles con fotos viejas, trastos y telarañas en la oscuridad del desván. Era oler a leña en invierno. Era el luto de las señoras, y la iglesia en dos frentes: mujeres delante y hombres detrás.
El pueblo era y es; inmutable y, al mismo tiempo, retazos de ayer.
5 comments
Estuoendo.as always
Totalmente de acuerdo! Me siento súper identificada en casi todo. Vivan los pueblos! Qué haríamos sin ellos, suerte los que aún los tenemos!
Si no existieran, habría que inventarlos
Muy bonito, nosotros seguimos practicando mucho el pueblo y todo lo que conlleva. Porque el pueblo es y será vintage siempre.
Es una práctica muy saludable. Y a mí me encanta lo bonito que lo sabes fotografiar, con su genio y su colorido vintage.