Quien no haya pasado nunca tardes enteras delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara, leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado…
Quien nunca haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque Papá o Mamá o alguna otra persona solícita le ha apagado la luz con el argumento bien intencionado de que tiene que dormir, porque mañana hay que levantarse tempranito…
Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acababa y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido…
Quien no conozca todo eso por propia experiencia, no podrá comprender probablemente lo que Bastian hizo entonces.»
(Michael Ende, «La Historia Interminable»)
En un ratito libre que he tenido he podido merendarme el Astérix en Italia que me han traído los Reyes Magos. (Sin lugar a dudas, el mejor regalo de estas Navidades; la niña que llevo dentro camuflada tras unas gafas de profesora de Universidad se declara fan absoluta de la aldea de los irreductibles galos). Mientras lo leía, me ha dado por pensar en lo mucho que me gustaría escribir un post de homenaje a todos los libros y cómics que me han hecho tan inmensamente feliz a lo largo de mi niñez y adolescencia. Un post donde hablara de un tiempo en el que no había Internet, ni tablets, ni móviles, y sin embargo, contaba con los dos mejores gadgets posibles: un libro y una poderosa imaginación. En un post así podría contar lo mucho que viajé, soñé, conocí, lloré y reí agarrada al timón de papel de aquel barco de mi cama, dispuesto a zarpar cada noche hacia un horizonte nuevo. Y podría recordar lo trascendental que ha sido para mí tener una familia que fomentaba mi gozosa adicción: un padre que me facilitaba con alborozo los libros de su extraordinaria biblioteca y una madre que entendía que a mí la ropa me importaba un pimiento, y que en realidad no había nada que me hiciera más feliz que ir de compras a una librería.
Ahora que me veo a cada instante consultando las redes, viendo fotos, leyendo mensajes en el móvil, vídeos en la tablet y series en el ordenador, me pregunto cuándo dejé atrás aquel mundo de papel que era infinitamente más rico que cualquier pantalla. Y, sin demonizarlas, porque sería tan absurdo como negar el futuro, reconozco que estoy deseando que mis hijos crezcan un poquito para que aprendan a leer y poder iniciarlos –esa es la palabra– en la Gran Aventura del Papel. Porque cuando veo a mis retoños sentados, abducidos y absortos ante su capítulo diario de La Patrulla Canina, fagocitando un mundo prefabricado en el que no pueden crear nada, me rebelo y pienso en el día en que pueda regalarles la llave a Fantasía con su primer libro de aventuras. Sé que aún son muy pequeños, pero ya fabulo. Quizá sea Jim Botón y Lucas el Maquinista, del gran Michael Ende, que todavía conservo como oro en paño. O Momo, ese asombroso retrato de una sociedad sin alma a la que se enfrenta una niña huérfana que posee la extraordinaria habilidad de saber escuchar. ¿Cómo olvidar al maestro Hora, a la tortuga Casiopea y a los Hombres Grises en sus grises oficinas fumándose el tiempo de los hombres en sus cigarros grises?
Y me relamo pensando en cómo será el día en que les descubra La Historia Interminable. Recuerdo la revelación que supuso para mí aquel prodigio escrito en tinta de dos colores, roja y verde. ¿Volverán ellos a vivir y sufrir con Bastian y Atreyu, (¡qué llorera, la muerte de Ártax!), intuirán en su perrona Betty la amada silueta del dragón blanco Fújur, se aterrarán con Gmork, heraldo de la desoladora Nada? El maestro Ende y su rico mundo fue la puerta hacia la gran fantasía heroica de J. R. R. Tolkien y C. S. Lewis, cuyo espíritu aún mueve mis hilos. Pero, incluso antes, recuerdo lo que me marcó una pequeña joya, he visto que descatalogada (!) de Graham Dunstan Martin, Doneval, y su continuación, Favila, sobre un jovencito que intenta salvar su reino de una oscura amenaza…
Todos esos y muchos más. ¿Les gustarán? ¿Lograré que una criatura del tecnológico siglo XXI, de la generación de la imagen, disfrute del exótico viaje con La Isla de Coral de R. M. Ballantyne? ¿Conseguiré que descubran con La Gran Gilly Hopkins que idealizar la realidad no es la solución y que hay que afrontar los problemas para que la vida te sorprenda gratamente? ¿Les entusiasmará el Far West del gran William Camus, con el joven Pete Breakfast y su extraño amigo El Fabricante de Lluvia? ¿Les sorprenderá descubrir que lo de los vampiros abstemios y buenazos no los inventó la saga Crepúsculo sino el humor delicioso de Willis Hall en El Último Vampiro? ¿Se impresionarán con el misterio de El tesoro del Molino Viejo o Cita en la Cala Negra, disfrutarán tanto como nuestra generación con las aventuras de Los Cinco o de Los Hollister? ¿Se apasionarán por la Historia con Áquila, el último romano o los cómics de Astérix o las pesquisas de Blake y Mortimer en el Misterio de la Gran Pirámide y otros títulos del genial Edgar P. Jacobs, en su día colaborador de Hergé, el creador de Tintín?
Me consta que muchas de estas y otras grandes historias ya han sido, o serán, llevadas al cine, algunas de ellas con maestría, pero creo que lucharé con uñas y dientes por que no les den el plato masticado y disfruten de cada bocado de buena literatura, aunque vaya dirigida a ese público «menor», que en el fondo es el más exigente, precisamente porque estrena el mundo.
Si escribiera ese post de homenaje a los libros que me construyeron, tampoco podrían faltar los nombres de nuestra maravillosa literatura infantil y juvenil, como Juan Muñoz (¡el inolvidable Fray Perico!), los cuentos de Consuelo Armijo o Concha López Narváez, los vivos relatos de Jordi Sierra i Fabra, de Joan Manuel Gisbert, de Montserrat del Amo, de Alfredo Gómez Cerdá…
Algún día escribiré ese post.
Se lo debo, de corazón.
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Pues esperaré ese post. Qué maravilla de lecturas….