Por Belén Manrique
Impulsada por la última confesión de mi amiga y maestra Isis Barajas, y conocedora de que yo también he recibido su mismo talento, (con la diferencia de que he sido una sierva mucho más vaga y perezosa que ella), he decidido sacudir el polvo de mi teclado y contaros la historia de mi primera navidad (y si sigo así de animada, otro día os contaré cómo me hice periodista gracias a Isis).
Cuando era niña, a mi padre le gustaba entretenernos las vacaciones navideñas sacándonos a visitar los mejores belenes de Madrid. El del Hospital San Rafael, el de la parroquia del Santo Cristo de la Victoria, en Argüelles, cuyas luces cambiaban para que se hiciera de noche y de día; y, por supuesto, no faltaba la visita a Cortylandia. Pero sin duda lo mejor de las Navidades era la noche de Reyes. La fiesta de la Epifanía contenía una magia indescriptible, aumentada por la cabalgata que organizaban los vecinos de mi calle, Ramongo, con carrozas, pajes y Reyes Magos de los de verdad.
Al hacerme mayor, la magia de la Navidad se desvaneció (los adultos os imaginaréis el motivo). Y ya no la volví a recuperar. Asumí la tarea de descargar a mi madre de la compra de regalos para toda la familia, por lo que cambié las visitas a los belenes por las tiendas. Gastaba mis vacaciones universitarias corriendo como pollo sin cabeza, como dicen los ingleses, entre Zara y El Corte Inglés. Porque, además, debía encontrar el mejor vestido para ligar en Nochevieja. En definitiva, que las comidas copiosas, las fiestas y los regalos me aturdían y cansaban más que ayudarme a entrar en el misterio navideño.
Y así pasaron los años. Mientras que desde muy joven se me iba desvelando el significado de la noche de Pascua, el de la Encarnación y Nacimiento de Jesús permanecía velado para mí. Se me escapaba. Y esto me daba rabia.
Hasta que me hice misionera. Y me tocó celebrar la Nochebuena en un desierto. El de Somalia. Donde no hay cristianos. Ni Zaras. Ni luces, ni regalos. Tampoco había nieve. ¿Qué Navidad se podría celebrar allí?
Aprovechando que un par de chicas americanas visitaban la misión, nos adentramos en el desierto para realizar una campaña médica entre la población. La mañana del 24 de diciembre de 2015, un sacerdote anglo español, una monja anglo jamaicana, dos americanas, un enfermero etíope, otra amiga y yo -100% españolas- llenamos los todoterrenos de víveres y medicinas y comenzamos la travesía (tranquilos que no voy a contaros un chiste). Como en el desierto no hay caminos, contábamos con las montañas de Somalia como única señal de dirección. Los poblados a los que nos dirigíamos se encontraban en la ladera de una de ellas. Pero terminamos perdiéndonos y tardamos más de cinco horas en realizar un trayecto de 90 kilómetros. Llegamos poco antes del atardecer, agotados, llenos de polvo y sudor.
Nos habíamos dispuesto a montar el campamento para los próximos días, cuando el sacerdote se acercó para pedirme que preparase una capilla improvisada porque esa noche íbamos a celebrar tres misas.
– ¡Tres!! Exclamé.
– ¿Por qué?
Mi indignación comenzó a asomar.
– ¿No bastará con una, como se hace en todas las parroquias?
Estaba muerta y me quería ir a dormir.
– Porque el misterio de la Navidad no cabe en una sola misa.
Mi cabreo crecía por dentro. Comenzó la primera eucaristía, la Vespertina. Se sucedieron las lecturas, las oraciones, la homilía. Después de cenar, celebramos la segunda, la del Gallo. Más lecturas, oraciones, homilía… Al amanecer del día siguiente llegó el turno de la misa de la Aurora, coloquialmente llamada «de los pastores».
Cómo explicar lo que viví en esas tres liturgias. De repente, me vi envuelta en una magia inefable. Entré en el misterio. De golpe y porrazo. Sin preámbulos. Ese misterio que había permanecido velado para mí durante 27 años, ahora se me revelaba como lluvia fina que me iba empapando. En la sencillez y pobreza de una liturgia celebrada en una cabaña de barro. Sin grandes cantos, ni instrumentos, ni trajes elegantes.
En el silencio de la noche, la Palabra se me hizo carne: “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios”, decía el salmo. Literalmente me encontraba en los confines de la tierra. En el límite entre Etiopía y Somalia. La frontera del Evangelio, porque en veintiún siglos de Historia, el anuncio de la venida del Hijo de Dios al mundo apenas había llegado a ese linde.
Pero es precisamente gracias a que celebraba la Natividad del Niño Dios en ese contexto, alejada de luces y tumultos, que entendí por fin su sentido profundo. ¿Qué esperanza ofrecer a las personas que me rodeaban si Cristo no hubiera venido al mundo? Niñas a las que dan en matrimonio al inicio de la pubertad, pasando de la autoridad del padre a la del marido, polígamo y mucho mayor que ellas. Matrimonios donde no se da el amor porque nadie les ha enseñado a amar, porque sus padres han vivido lo mismo. Al igual que sus abuelos, bisabuelos y tatarabuelos.
¿Qué esperanza me quedaría a mí, conocedora de mi debilidad, si Cristo no hubiera asumido mi naturaleza pecadora para regalarme una divina?
Tras las liturgias, comenzamos con el apostolado médico. Necesitaría otro artículo para contaros lo vivido en esos cinco días. A través de los siete pobres católicos de cuna que habíamos celebrado esa noche santa, la Luz de Cristo quería iluminar las oscuridades del corazón de esos somalíes, también hijos suyos. Y el Verbo acampó entre ellos, curando, sanando, reconfortando. La noticia de nuestra presencia se extendió por los poblados y comenzaron a llegar ríos de gente. La muchedumbre llegaba desde lejos a pie, o subida a carros y burros. Como en el Evangelio. Tantos, que no dábamos abasto a atenderlos a todos. Algunos venían no porque tuvieran alguna enfermedad, sino porque estaban necesitados de escucha. Un hombre se desahogó en la consulta porque ya no sabía qué hacer con sus mujeres, que no paraban de discutir entre ellas.

Por motivos de seguridad nos vimos obligados a cerrar las puertas del recinto y solo dejábamos pasar a los moribundos. Probablemente esas personas nunca le habían visto la cara a un médico. Mujeres que llevaban meses en la cama con fiebre alta, esperaban pacientemente su turno tendidas en el suelo. Como la suegra de Pedro. Se estaban dando los mismos signos de curación.
La despedida fue dolorosa. Cómo enviar a tantos de vuelta a casa sin haber sido curados. La noche antes de la partida, entre nosotros reinaba el silencio. Ante el sufrimiento de los inocentes solo queda callar. Pero al día siguiente, a la tristeza le ganó la alegría. Volvía a casa con la certeza de haber vivido mi primera Navidad. Esta vez, era yo la que había viajado hasta el Oriente siguiendo la estrella, y sus majestades me habían obsequiado devolviéndome la magia perdida.
1 comment
Maravilloso artículo Belén!!!! Me has hecho emocionar y sentir que Dios a nadie da por perdido!!! Me llena de esperanza y ánimo para pedir vivir y sentir una verdadera navidad!!! Gracias por escribir!