El poder de las historias en Adviento

árbol de jesé

Los niños adoran las historias. Hay un misterioso resorte que se activa en cada uno de ellos cuando comenzamos una narración. Sus pupilas se dilatan y se clavan en nuestros labios mientras contamos las hazañas de un héroe, las aventuras de un personaje de cuento o incluso una anécdota del trabajo. Cualquiera sabe que ponerse a leer en alto un cuento en el salón es el toque de sirena para que venga una bandada de niños agolpándose para encontrar el lugar más ventajoso junto al libro. Este poder de las historias es la razón por la que, desde el año pasado, hemos enriquecido nuestra vivencia del Adviento con una genialidad.

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Educación Especial: una necesidad incontestable

educación especial

Tengo un hijo con síndrome de Down que va a un cole de educación especial. Es el ser humano más bueno, apacible y maravilloso que habéis podido conocer. Convivir con él es un auténtico privilegio. A los cinco meses fue operado de una grave cardiopatía y le costó empezar a andar.

Fue a una escuela infantil de integración donde sus profesores y compañeros le trataron como a uno más y donde fue absolutamente feliz. Y la idea de su padre y la mía siempre fue llevarlo con su hermano a un colegio de educación inclusiva. Hasta que llegó el día de cambiarlo.

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Tu mejor cumpleaños, en tiempos de coronavirus

cumpleaños en tiempos de coronavirus

Querido hijo, ayer 24 de marzo fue tu cumpleaños. Tu primer cumpleaños. Sucedió en medio de la pandemia mundial por coronavirus. Dentro de varios años, cuando seas más mayor, hojearás despistadamente el álbum de fotos que tu padre suele hacer con los eventos familiares. Te detendrás en la hoja de tu cumpleaños y algo te chocará: no había nadie. No vinieron los abuelos a casa, ni tampoco tus padrinos, ni los tíos o primos. Te sorprenderá ver que estabas rodeado solamente de tus hermanas y de tus padres. Los de siempre, vaya.

Querido hijo, te preparé una tarta y por suerte encontramos una bolsa de globos perdida en un armario. No pudimos hacernos con un globo gigante de helio con el número uno. A decir verdad, tampoco con la vela. Tenía todos los números posibles excepto un mísero uno, así que a tu padre se le ocurrió poner la vela del número cuatro de perfil y así daba el pego para la foto. Sé que sabrás perdonarnos.

Querido hijo, me imagino que me pedirás extrañado una explicación sobre tan singular y, en cierto modo, solitario cumpleaños. Y entonces te presentaré este post que ahora te escribo y lanzo al ciberespacio con la esperanza de que a alguien más pueda ser de utilidad, visto que seremos muchas familias las que tendremos que celebrar varios cumpleaños «entre rejas».

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¿Halloween? No, gracias

halloween no gracias

Ayer me encontré quejándome amablemente ante la coordinadora del colegio de mi hija de 4 años porque había vuelto a casa con un dibujo de una calabaza con un sombrero de bruja. Pensaréis que es un colegio público. Ay, amigos… No lo es. Privado y católico. Repito: Privado y, sobre todo, CATÓLICO. Y la coordinadora llevaba toca y una cruz bien grande en el pecho. 

Hacía varios días que rumiaba el contenido de este artículo y posiblemente si tuviera más tiempo (y estuviera menos cansada, todo hay que decirlo) habría dedicado más líneas a lo que tengo que decir. Pero así son las cosas. Por suerte la conversación de ayer me dio el empujón definitivo.

Me había preparado mi argumentario mental varias veces para no olvidarme ninguno de los puntos. Pero reconozco que, si bien lo viví con la libertad de quien tiene el derecho a expresar su desacuerdo con educación, también habitaba en mí una cierta incomodidad por tener que dar los argumentos que di a una religiosa formada y, bajo mi punto de vista por lo poco que la conozco, muy competente en su campo. Y sin embargo, ese dibujo de la calabaza llegó a mi casa, y salía de sus aulas.

Pues bien, procedo a elencar aquí el argumentario que presenté ante la monja:

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Nana de la madre insomne

 

Me quejo porque me despiertas, hijo. Porque llegas en mitad de la noche y me buscas la cara, me la acaricias, me pides agua y te acurrucas en algún hueco entre tu padre, los cojines y yo. Porque ya son cuatro años y cada vez estás más grande, y más largo, y ya deberías dormir del tirón y yo cada vez tengo menos sitio para poner las piernas, y así me paso la noche, desvelada, encogida, oyéndote respirar pegado a mi mejilla.

Me quejo porque has tenido una pesadilla y lloras y no te duermes o porque te duermes -tus felices quince kilos sobre mi regazo- y no me dejas dormir. Porque me gastas el nombre y me agotas la paciencia, porque quisiera poder contestar «dime» las infinitas veces que me llamas y decirte que me chiflan tus dibujos aunque sean las once de la noche y ya no me queden ojos para mirarte, voz para responderte ni ánimo para reírte. Por eso me quejo.   

Me quejo porque me levanto dolorida y cansada, porque amaneciste atravesado o porque pesa más el sueño que tu cuerpo. Porque dices que tu hermano, que tiene síndrome de Down (“él es el más grande, pero yo soy el mayor”, explicas con tu lengua de trapo y tu corazón sabio) se ha vuelto a hacer pis esta noche. Y me quejo porque él no se queja y tú sí. Y porque a la mañana siguiente la vida sigue, y tú te vas tan fresco al colegio y a mí me pesan tu pesadilla, tu agua, tu llanto, tu cuerpo y mi pereza. Y me arrastro por las horas como un condenado, tirando de riñón.

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Lo que necesitas para tener hijos

Hace unos años vi un reportaje sobre familias muy, muy numerosas. Las había de diversas nacionalidades, credos, estatus social, y ninguna de ellas bajaba de los 10 hijos. Me llamó mucho la atención una frase que dijo una de las madres mientras doblaba calcetines: “Si quieres tener muchos hijos debes ser muy paciente, si no lo eres es mejor que no los tengas” (no son palabras textuales, pero la idea era esta). Por entonces andaba yo embarazada de mi cuarto y quinto hijo, así que pensé: “Aviados estamos”.

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¡Que no viene el lobo!

Que viene el lobo

De vuelta de la Feria del Libro (en la que, por cierto, gasto el triple desde que soy madre que cuando era una friki aficionada a todo lo que oliera a literatura medieval), he sentido la necesidad de compartir en este blog mi inquietud y mi zozobra: el buenismo nos invade y cercena hasta la infancia de nuestros hijos.

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El mejor verano de nuestras vidas

Los domingos por la mañana solía haber churros en casa. Cuando éramos pequeños, iba mi padre a comprarlos muy temprano. Con el tiempo, nos iba tocando a los niños ir a esa pequeñísima tienda que había en el barrio, donde sólo cabía esa gran máquina para fabricar los churros, un mostrador grasiento y tres clientes apiñados para no ser vomitados hacia la calle. Las colas daban a veces la vuelta a la esquina; mientras que el olor a churro inundaba los alrededores. Todavía puedo sentir el calor asfixiante que desprendía aquel local diminuto, y que ahora incluso añoro.

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Estimulación temprana

La primera que nos estimuló, hijo, fue una de las enfermeras del hospital. Habías llegado sin avisar con un cromosoma de más y nosotros estábamos aún en shock, ya ves tú. Las palabras de aquella mujer envolvieron como un bálsamo nuestro deplorable estado anímico: “Enhorabuena”, nos dijo. “Yo también tengo una niña con síndrome de down y os aseguro que vais a ser los padres más felices del mundo”. Uno de los mejores estímulos de nuestra vida, sin duda.

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