Me van a perdonar, pero hoy vengo a hablarles del bicho. No, no me refiero a Cristiano Ronaldo –no hagamos sangre y dejémoslo para otro día– sino del parásito (un vulgar estreptococo con pintas en el lomo) que me ha tenido literalmente tumbada en cama durante todo el puente. A mí y a mis hijos, que aún seguirían con 39 de fiebre si la pediatra no hubiera decidido repetirles el streptotest que hace una semana había dado negativo. Una semana tirando de Dalsy porque ellos –por supuesto– solo tenían catarro de vías altas, que es lo que tienen todos los niños que van a la guardería mientras no se demuestre lo contrario. Así que ese era el panorama: ellos con su fiebrón y su Dalsy, yo inflándome a penicilina, y su entregado padre limitándose a sobrevivir. Hoy, por fin, tras una semana inenarrable, la pediatra ha decidido sacar los tanques y darles el antibiótico: al parecer el estreptococo no solo ya era de la familia sino que se había comprado una batamanta y se había abonado a Netflix. Esperemos que no tarde mucho en marcharse.
Pero, en realidad, más que del bicho en sí, yo quería hablar de los daños colaterales.
En aquellas horas interminables en que fui un desecho humano, tirada en la cama con la luz apagada y los ojos cerrados, con la cabeza estallando por la fiebre y descubriendo dolores en lugares de mi cuerpo que no sabía ni que existían, pensaba en lo absolutamente imprescindible que es contar con ayuda en momentos así. En lo infinitamente necesarios que son, en la era de la conciliación, no solo el amado cónyuge, sino los abuelos (¡benditos abuelos!), los hermanos, la familia –la célebre tribu del proverbio africano– ya no solo a la hora de educar, sino a la hora de afrontar la crianza de los niños. Pensaba en lo inviable que habría sido superar con dignidad una semana de fiebres y vómitos por partida doble (sé de una que tuvo convalecientes a los cinco juntos) si hubiera estado completamente sola. Pensaba en quienes están completamente solos. O trabajando fuera de casa. O trabajando desde casa. O trabajando en casa. O enfermos de solemnidad.
Nadie es imprescindible, pero hay veces que sí.
Me preguntaba cómo lo harían las madres o los padres que, por circunstancias de la vida o por elección personal (esta última, espero que bien meditada y vitaminada), se ven en la difícil tesitura de llevar ellos solos todo el peso familiar. Pensaba en las familias que, por sabe Dios qué personales circunstancias, se han tenido que liar la manta a la cabeza e irse a trabajar fuera de su país, lejos de los suyos, separados de la tribu, sin más ayuda que la de su propio coraje. Porque –no nos engañemos– uno puede aceptar con cariño doscientos mensajes de apoyo con emojis de manos rezando, pero no tira de agenda de WhatsApp para pedir ayuda. Al final, la familia es el único bastión y el verdadero apoyo. Y en mitad de mi delirio, pensé en que hay por el mundo auténticas heroínas y auténticos supermanes dignos de ser admirados, escuchados y ayudados, que sacan adelante solos a sus hijos, jugando, bañando y repartiendo cenas con una sonrisa cuando probablemente deberían estar, como yo, sudando al bicho bajo las sábanas, rodeados de la bendita tribu, con una baja médica y un caldito humeante en la mesilla de noche.
Creo que era el Talmud el que decía que la sociedad y la familia se parecen al arco de un palacio: quitas una piedra y todo se derrumba. Definitivamente, las dificultades solo son menos cuando son compartidas.
Pero no me hagan mucho caso, que aún me quedan dos blísteres de penicilina por tomar, y todavía no ando muy fina.
2 comments
Gracias por el post, Mar. Tienes toda da la razón: ahora, viviendo a 10.000 kms del mundo conocido (y con un marido que viaja por ese mundo conocido y por el desconocido también, a punto de dar a luz a mi séptimo hijo) eso es lo que se «sufre». Y no puedo quejarme, porque manos dispuestas a ayudar mami alrededor, de nativos del lugar y de otros que provienen de la madre tierra como yo, tengo. Pero cuesta mucho dejarse ayudar… y quienes están allí, sufren también por no poder ayudar. Ahora es nuestra realidad, una realidad que nos permite afianzar y reforzar nuestro núcleo familiar.
Querida Isabel, me quito el sombrero. Admirada me tenéis, tú y tod@s l@s que como tú, tiráis de coraje y sacáis adelante la familia lejos de los vuestros. ¡Mucha fuerza, todo mi cariño y mucho ánimo con ese séptimo que viene de camino y que os va a unir todavía más! ¡Enhorabuena!