Aborregados y sumisos: el fracaso de la ley educativa

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Ahora resulta que el Gobierno, para reducir el fracaso escolar –uno de nuestros mayores problemas educativos, según los expertos–, propone que los alumnos aprueben la ESO y puedan pasar a Bachillerato con un máximo de dos asignaturas suspensas y una nota media por debajo del cinco. No me sorprende: una medida muy propia de estos tiempos de general flojera y desmoronamiento. No hemos tardado ni un par de tweets en rasgarnos las vestiduras y recordarle al Gobierno que semejante sinsentido lo único que produce es una generación con jóvenes bachilleres aprobados –todos por igual, como el paso de la Macarena– pero también desmotivados y anulados. La satisfacción radica en el esfuerzo, no en el logro, que decía Gandhi.

Una sociedad que busca a toda costa evitarles a sus hijos todo lo que suponga frustración, esfuerzo o contrariedad es una sociedad débil y, por tanto, susceptible de ser manipulada a placer y de aceptar medidas lamentables. Un proyecto educativo que busca maquillar las cifras del fracaso escolar rebajando el nivel en aras de un presunto interés por los alumnos es una gran falacia, porque solo la responsabilidad y la exigencia forjan hombres libres. Un sistema educativo que reduce la Filosofía a asignatura optativa y aparta la Literatura Universal o la Historia –el mundo empezó ayer– de las pruebas de acceso a la Universidad es un sistema lobotomizado, generador de desmemorias, caricaturas culturales y despojos intelectuales.

No abundaré ahora en lo fundamental que es la tradición humanística para la sociedad. Pero a este paso llegará el día en que los cuadros de cualquier museo, las esculturas de cualquier iglesia, las referencias culturales y el vocabulario científico de cualquier libro o el contexto de cualquier obra musical sean indescifrables jeroglíficos para la inmensa mayoría y la transmisión de la cultura necesite de una élite de expertos e iniciados, como un retorno a una segunda y más oscura Edad Media. Dice el profesor Rodríguez Adrados que las Humanidades sirven para alejar el dogmatismo y el infantilismo, y que «es mala cosa perder la identidad y las raíces. Solo del pasado sale el futuro, a través del presente. Lo demás es improvisación y chapuza: ignorancia y mimetismo».

Hace más de trece años que soy profesora universitaria y doy fe de que el profesor Adrados tiene razón. Les contaré que, por circunstancias que ahora no vienen a cuento, en este tiempo he impartido clase a alumnos de casi todas las carreras: de letras, de ciencias, carreras técnicas. Y el nivel general, cultural y educativo, es cada año más desalentador. Algunos llegan con unas carencias de tal calibre que si se las contara no me creerían. Los jóvenes de la generación de la imagen, de la tecnología punta, bombardeados a diario con una constante carga (des)informativa, tan apabullante como desmesurada, llegan saturados de (des)conocimientos, de trivialidades multisoporte, de necesidades creadas y de una irrefrenable ansiedad de actualización. Tienen acceso inmediato a cualquier realidad que puedan imaginar y, sin embargo, son incapaces de leer. De leer, digo. De detenerse, parar el carro y concentrarse en cuatro líneas para extraer su significado. Incapaces, por pura saturación, de analizar, de sintetizar, de buscar conexiones entre ideas y crear conceptos nuevos, de argumentar y enfrentarse con espíritu crítico a todo ese bombardeo diario que los fagocita, anulando a la persona maravillosa, lúcida y creativa, que –por regla general– se oculta, sin que lo sepan, en cada uno de ellos.

Porque –y aquí quería yo llegar– en realidad no son tan malos. Mi experiencia me dice que no lo son, y me impide el derrotismo. Ellos siempre merecen la pena. Víctimas de una sociedad mísera que los ha ido anestesiando, solo hay que hacérselo ver, invitarlos a despertar, hacerles levantar la mirada del móvil y exigirles –digan lo que digan unas leyes que solo los quieren aborregados y sumisos– para comprobar que todavía buscan, que se esfuerzan, que responden. Hay que conocerlos, escucharlos y aprender. Y hay que creer profundamente en ellos, a pesar de todos los Gobiernos y sus gobernantes, para que sepan que a nosotros sí nos importan.

Qué razón tenía Lincoln cuando decía que la filosofía del aula en una generación será la filosofía del gobierno en la siguiente.

Tomemos nota.

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3 comments

  1. Pues tienes mucha razón. El trabajo y el esfuerzo son la clave de la educación. Y el primer lugar donde deben aprenderse es en casa. Pero también te digo, porque lo sufro,en los colegios tampoco les enseñan cómo trabajar. Mucha tablet, mucho tic, mucho proyectito, mucho «bilingüismo» (que no digo que sea malo)….pero no saben cómo estudiar, como hacer esquemas…y ahí también hay mucho fracaso.
    Y que quieres que te diga de la paulatina y orquestada desaparición de las Humanidades. Como tú soy profesora de universidad y cada año vienen peor. Mucho móvil, mucho youtuber. ..pero no leen nada. Cabecitas vacías.
    En fin…hay que seguir luchando porque a este paso las siguientes generaciones no sabrán quién es Kant o quienes fueron los poetas de la generación del 27.
    Ánimo. Gran artículo. Y gran blog.

  2. Tienes toda la razón, Mar. Si el único objetivo de la educación reglada es que apruebe el mayor número de alumnos, el sistema es una estafa. ¡¡Un engaño monumental, injusto, carísimo, irreparable!!
    Si a los alumnos no se les exige el 100% de la inversión (de tiempo, recursos, dinero, esfuerzo…) que se está haciendo en ellos, se les está engañando. Tienen que trabajar mucho y bien para ser personas de provecho; cada uno en su campo, a su nivel, pero todos dando lo máximo.

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